Una tarde de primavera un pequeño caracol trepó
un gran árbol para acostarse en una
hoja y disfrutar del vaivén del viento que movía la hoja como si fuera una hamaca.
El caracolito se sentía tan a gusto, que de vez en cuando cerraba los
ojos para quedarse dormido.
Pero, no pasó mucho tiempo cuando de repente el suave viento empezó a
soplar muy, pero que muy fuerte.
El caracolito abriendo los ojos se aferraba fuertemente a la hoja porque
sentía que se caía.
Mas el viento soplaba y soplaba tan violentamente, que sacudiendo la
hoja hizo que el caracolito cayera estrepitosamente al suelo.
_ ¡Ay! _ gritó el caracolito.
_ ¡Oh no! _ se me ha roto mi casita. _ se lamentaba el pequeño caracol.
Con su casita rota sabía que no era un lugar seguro para esconderse de
algún depredador.
Y para su sorpresa, a lo lejos, vio a un temible sapo que se acercaba
amenazando con comérselo.
El caracolito al no poder esconderse completamente dentro de su caparazón
porque estaba roto, decidió ocultarse debajo de una hoja que justamente había
caído a su lado.
Y el sapo, saltó y saltó y no vio al caracolito, y por eso marchó del
lugar.
Mas, el caracolito oculto y asustado, permaneció dos días debajo de la
hoja regenerando colágeno, para restaurar su caparazón hasta que le quedó
totalmente nuevo.
Luego salió de su escondite y al ver que el sapo ya no estaba, caminó hacia
un pequeño arbusto y aprovechando el suave viento se acostó en una hoja.
Estaba tan a gusto que ahí, acunado por el viento, se dio cuenta de que,
para disfrutar la vida, no hay que subir a un gran árbol, que a veces un
pequeño arbusto es suficiente.
Autora: María Abreu
Alégrense en la esperanza, sean pacientes en la tribulación y
perseverantes en la oración.
(Romanos 12:12)
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