Sobre la tierra de un
colorido jardín, lloraba un diminuto grano. Allí se lamentaba con gran tristeza
porque se comparaba con la belleza de las flores que vivían en el lugar.
Las flores eran la
atracción del jardín, mientras que al diminuto grano nadie lo tomaba en cuenta.
Y para su pesar, sentía que se estaba arrugando y que poco a poco se le iba quitando la
piel. Estaba muriendo lentamente…
Dolorido sobre la
tierra, se movía, lloraba y pedía auxilio:
_ ¡Me estoy muriendo!
Algunas flores miraban
hacia abajo con indiferencia y otras lo ignoraban dándole la espalda.
Finalmente el diminuto
grano murió y nadie le echó de menos. Parecía que todo había acabado…
Pero en un momento en
el que las flores del jardín estaban charlando sobre de qué color se vestirían
ese día, vieron que algo empezaba a moverse en la tierra. Primero la raíz,
luego el tallo, después las hojas.
El diminuto grano
muerto había brotado y comenzaba a crecer de tal manera que sus ramas
conectaban con el cielo, sin que las flores del jardín entendieran qué estaba
pasando.
Increíblemente el diminuto
grano había renacido convirtiéndose en el árbol de la vida produciendo frutas que servían para la sanidad de los habitantes del lugar.
Sus frutas eran tan
ricas en vitaminas que todos los días venían hacia él habitantes de diferentes
lugares para recibir sanidad y regocijarse.
Desde ese momento el
árbol de la vida fue más admirado y valorado incluso por las flores del jardín
que antes lo habían ignorado.
Con este proceso el
diminuto grano comprendió que para alcanzar las alturas y llevar frutos a veces
hay que pasar por momentos dolorosos.
Autora: María
Abreu
En verdad, en verdad os
digo que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si
muere, produce mucho fruto. (Juan 12: 24)