En una ciudad cualquiera
vivía una joven que le gustaba mirarse en el espejo. Todas las mañanas antes de
salir a la calle le daba las gracias diciendo:
_ ¡Espejito, espejito,
gracias por ayudarme a ponerme tan guapa para deslumbrar a la sociedad!
Dicho esto, solía salir
a la calle con una vestimenta espectacular, unos zapatos de tacón y, sobretodo,
algo muy importante, un buen maquillaje.
En las tiendas y demás
lugares si había un espejo se miraba de lado, de frente y de espaldas. Su reacción
ante el espejo era orgullo y a veces inseguridad.
Un día en su habitación
mientras limpiaba, el espejo se le rompió. ¿Y qué quedó tras su ruptura? La
nada, porque había desaparecido su imagen creando la necesidad de seguir
buscando apoyo en uno nuevo.
Rápidamente agarró su
bolso y se fue a la tienda a comprar uno; pero cuando iba de camino comenzó a
llover fuertemente y corrió a cobijarse en un portal. Para su sorpresa, vio que
éste tenía un gran espejo y mirándose en él dijo:
_ ¡Espejito, espejito,
gracias por ayudarme a ponerme tan guapa para deslumbrar a la sociedad!
_ ¡Sí que deslumbras!_
dijo un joven que también estaba refugiado en el mismo lugar. Y luego añadió:
_ El espejo es como la biblia, nos muestra
si hay algo qué corregir y nunca miente.
La joven se quedó sorprendida porque creía que
estaba sola. Entonces le miró con una dulce sonrisa y le dijo:
_ ¡Muchas gracias,
pensaré en lo que me has dicho!_
Desde ese momento la joven
examinaba su conducta habitualmente con lo que decía la biblia y veía muchas cosas bonitas en su
corazón y otras que corregir.
Los dos jóvenes se hicieron muy
amigos e iban deslumbrando a la sociedad con su buena conducta.
Autora: María Abreu
El que
escucha la palabra pero no la pone en práctica es como el que se mira el rostro
en un espejo y, después de mirarse, se va y se olvida en
seguida de cómo es. (Santiago 1: 23,24)
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